Departamento nuevo... Esperé tanto este momento. Por eso desde hace tres semanas que vengo sintiendo una pequeña satisfacción. No volveré a pagar arriendo y sé que esto alguna vez va a ser mío, aunque ahora la maquina vaya sin frenos. Bueno, hay que seguir sí o sí... Es que igual estoy feliz. Vista al parque, tengo el supermercado al lado, en la esquina venden un mote con huesillos increíble y desde mi ventana Santiago se ve espectacular.
Fue esa misma excitación, orgullo personal, lo que me incitó a hacer la inauguración del departamento, una vez que estuve completamente instalada. Se juntó un grupo bastante simpático, buenos amigos, una mezcla entre compañeros de universidad, colegio y oficina. Debo reconocer que la pasamos genial. No había problema en echar la casa por la ventana, ni preocuparse del ruido, de que mañana apareciera un pequeño papelito con amenazas de la vecindad. Como es un edificio nuevo, aún no está completamente habitado, así que nadie reclamó. Mis amigos se fueron casi, casi con la luz del alba y más de alguno con serios problemas de equilibrio y modulación, como si hubieran bajado, sorpresivamente, en la escala evolutiva.
El único que se quedó fue Paolo, mi querido y buen amigo Paolo. El fue quien me ayudó con la mudanza. Fuimos compañeros de colegio y hemos estado juntos desde siempre. Ah, pero no revueltos... Bueno, a decir verdad, sí. Una sola vez. Hace mucho tiempo. Pero no era de eso de lo que les quería hablar, sino de cosas con mejor aroma, más actuales, mi departamento, la inauguración, el privilegio de dormir entre cuatro paredes que, aunque modestas, son tuyas, mías, mías de verdad, un refugio para mis amigos, los que quiero. Como Paolo, que como les decía, se quedó conmigo esa noche, y me ayudó a ordenar el desastre que habíamos dejado. En un momento del aseo, salí al incinerador con bolsas de basura y Paolo me siguió con una caja de botellas vacías. Fue así como escuchamos una melodía que venía de las escaleras. Era una música que me llamó la atención, por eso entré al departamento y me acerqué a la puerta de entrada y la abrí para mirar. Había un niño pequeño sentado tocando una armónica, pero en cuanto nos vio se paró y bajó las escaleras. A Paolo y a mí nos pareció extraño que a esa hora un niño estuviera tocando una armónica. Pero nuestra sorpresa no quedaría ahí. Cuando nos fuimos a dormir, volvimos a escuchar el sonido de la armónica y nos fuimos quedando dormidos con ese sonido como telón de fondo. Esa misma noche soñé que desde mi ventana miraba en dirección al parque y, curiosamente, me veía ahí abajo con pijama y descalza. El pasto estaba húmedo y frió, y frente a mí jugaban unos niños que sonreían felices.
El niño que tocaba la armónica se llamaba André. Lo supe días después, porque volví a encontrarme con él. Esta vez se mostró más amigable, por eso me acerqué a saludarlo. Sus ojos me recordaban a mi sobrino que vive en Ámsterdam. Conversamos un rato y, a pesar de lo poco comunicativo que era, me contó que vivía en el departamento del final del pasillo, con su tía. André tenía diez años, su padre le había enseñado a tocar la armónica y, según dijo, siempre se peleaban por ella con su hermano. Cuando habló de todos ellos, su semblante se tornó triste y me confesó que los extrañaba mucho, porque estaban de viaje y que en cuanto volvieran le regalaría a su hermano una de sus armónicas y le enseñaría a tocar. Algo en él me enterneció y lo invité a pasar para que tomáramos helado. Entramos, y apenas terminé de servir los posillos con helado, se paró repentinamente y dijo que se tenía que ir. Pensé que tal vez tenía miedo de que su tía lo retara, así que lo acompañé hasta la salida y le dije que si quería volver otro día, yo encantada. Cuando cerré la puerta, me di que cuenta que había dejado su armónica sobre la mesa de arrimo. Rápidamente la tomé y salí al pasillo para entregársela. En ese momento, venía llegando Paolo y André ya no estaba. Le mostré la armónica a mi amigo, y le conté lo que había sucedido, mientras golpeábamos la puerta del departamento del final del pasillo. Pero nadie abrió, a pesar de que aparentemente estaban ahí.
Una de esas tardes me dormí en el sofá y el sueño del parque se repitió con las mismas características, aunque esta vez distinguí a André entre los niños que jugaban. Al verme, levantó su mano y, despidiéndose, se alejó. Se veía contento y por alguna razón entendí que se reuniría con su familia. Sólo desperté al escuchar la melodía de la armónica. Y con ese sonido todavía dando vuelta en mi cabeza, salí rápido al pasillo, pero otra vez no había nadie. Golpeé su puerta y esta vez salió un hombre muy amable, y bastante guapo. Pensé que era su padre y le dije que venía a devolver la armónica que había dejado su hijo en mi departamento. Se encogió de hombros y, sonriendo, me dijo que no tenía hijos y que recién ayer había llegado al edificio. Por su expresión, creo que pensó que era una burda excusa para conocerlo. Confundida, bajé y le pregunté al conserje por André. Pensativo, el conserje bajó la mirada y dijo: ‘’he oído su armónica, pero nunca lo he visto’’. Reconozco que su actitud me molestó un poco. Extendí la mano con la armónica y le pedí que por favor se la devolviera a él o a su tía. Esta vez me miró fijamente y agregó: ‘’Señorita, no hay niños en el edificio’’.
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